Por Ara Antón, leonesa y escritora
Mucho se ha escrito, no sólo en el momento actual, también a lo largo de los siglos XIX y XX, a favor o en contra de nuestras juntas vecinales, pero como leonesa y amante de las tradiciones no puedo evitar poner una piedra más para el mantenimiento de este duro camino, que resiste y se alarga, a pesar de los embates sufridos con el paso del tiempo. Algunos historiadores datan la creación de los concejos allá por los siglos en que nuestros reyes ensanchaban fronteras y eran temidos y respetados. Otros opinan que de instituciones visigodas se trata. Personalmente creo —con perdón de todos ellos, sin duda mucho más cualificados— que ya nuestros olvidados astures, herederos de culturas celtas, celebraban este tipo de asambleas, para poner orden en sus hombres y tierras.
Eran de asistencia obligatoria, ya que para opinar, defender o denostar algo, había que hacerlo en público, a cara descubierta y sin rodeos o cotilleos que a nada efectivo conducían. Los cabezas de familia habían de acudir a la llamada de la campana, para refrendar o contestar con su voto las propuestas que gobernaban —y todavía gobiernan— aguas, tierras y los variados recursos que de ellas se deriven, para mejora y aprovechamiento de sus habitantes.
Pero llegó el siglo XIX y con él los liberales que, muy «progres» ellos, vieron unas riquezas de las que desearon apropiarse, partiendo de la base de que los rústicos eran idiotas e incapaces de gestionar su patrimonio.
Y no sólo tomaron las tierras y posesiones eclesiásticas, intentaron también hacer lo propio con los montes, manantiales, pastos, aire y luz de las aldeas. Pero se resistieron los paisanos con uñas y dientes y el Estatuto Municipal del 8 de marzo de 1924 acabó por admitir y reforzar el reconocimiento jurídico y la titularidad de las tierras de las juntas vecinales.
La institución no sólo es modelo de democracia participativa y de libertad, sino que además es única en Europa y no genera ningún gasto, ya que sus pedáneos y vocales, en un país que vive para mantener a sus políticos, no cobran ni un duro —perdón; ni un euro—. Quizá por eso no han perdido ni un centímetro de su patrimonio territorial, sino que han conseguido incrementarlo, casi siempre a costa de la decadente nobleza, con la que estuvieron enfrentados en todo momento, defendiendo lo suyo.
Y ahora, en un tiempo en que la boca se nos llena de democracia, volvemos a intentar hacer desaparecer los concejos. Sin duda es un momento idóneo. Los pueblos están habitados por ancianos, la despoblación aumenta por momentos y, sobre todo, hay que llenar las arcas para seguir dilapidando. Pero si las juntas vecinales desaparecen y los pocos habitantes que queden se desentienden de montes y manantiales que ya no les pertenecen, ¿quién se encargará de su conservación? ¿Lo hará tal vez un Estado que ya ni siquiera es capaz de proteger debidamente a sus enfermos y ancianos, sectores de la sociedad que mayor apoyo necesitan?
Desengañémonos. Nadie lo hará, y el monte bajará a los caminos y los animales salvajes usarán las carreteras y los pocos manantiales de aguas puras de montaña que aún se conservan desaparecerán porque nadie limpiará el hontanar ni el cauce.
Sin duda es el momento de cometer la injusticia, levantando bienes que siempre ha pertenecido al pueblo. Los ancianos, cansados de trabajos y años, no tendrán fuerzas para oponerse. O quizá sí, y volvamos a ver, como indica la documentación de Marrubio del año 56, como unos vecinos, hombres y mujeres, armados con palos, hoces y objetos de labor, obligaron a suspender una repoblación de pinos con la que no estaban de acuerdo, pues les dejaba sin pastos y leña.
El leonés fue siempre un hombre libre, sin señores ni leyes más allá del derecho consuetudinario. Esto no deben olvidarlo algunos políticos, la nueva nobleza, casta de inútiles señoritos, que no ven más allá del beneficio inmediato y no son capaces de imaginar el daño que se seguirá de una ley que traería consigo el abandono definitivo de la tierra, al arrebatarle al pueblo su último patrimonio.
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jueves, 23 de agosto de 2012
lunes, 7 de mayo de 2012
Otras Lancias
Por Ara Antón, Escritora
Queremos vivir —no sólo en León, en toda España— del turismo, y por pura desidia u oscuros intereses que es preferible no tocar, nos permitimos el lujo de destruir las ruinas de una ciudad romana —y casi con total seguridad de dos; también Lancia con su carga legendaria de defensa astur— para unir dos barrios, como «la mejor solución de futuro», dicen. Me sorprende que aún no se haya propuesto la destrucción de nuestra maravillosa y única catedral, que nuestros antepasados construyeron sobre una tierra considerada sagrada desde siempre, puesto que corta el paso hacia la zona de San Pedro y el barrio de El Ejido. Por tanto, y para mayor comodidad de vecinos, arquitectos o ingenieros, lo más conveniente, en vez de buscar vías alternativas —que sí, que ya sé que se han buscado— sería derruir el monumento y construir varios carriles que facilitaran el tráfico, en lugar de obligar a circunvalar la ciudad, buscando entrada o salida a los susodichos enclaves. Sus restos podrían venderse a los americanos para aliviar la crisis o, como alguien propuso en su momento, emplearse en la construcción de hospitales.
Señores, si hemos conseguido ahogar todos los medios de producción o mantenimiento de nuestra castigada provincia y ahora pretendemos agarrarnos, como única tabla de salvación, al turismo, ofrezcamos a nuestros posibles visitantes algo más que el canal romano situado en el parque de El Cid, porque me temo que eso no es lo que esperan cuando ofertamos el circuito por una ciudad que presume —por decir algo— de fundación romana.
Pero en pequeñas, y desde luego insuficientes, excavaciones realizadas en el vicus Ad Legionem ya hemos encontrado media docena de piezas que «se han inventariado y están custodiadas en el Museo de León, con lo que la conservación no resulta ya prioritaria». Y lo decimos sin rubor, con el desparpajo del político que, por el hecho de serlo, se cree una especie de reencarnación de los denostados caciques, los cuales, mal que nos pese, siguen surgiendo como setas en otoño.
El delegado territorial de la Junta en León —sufriendo lo suyo, imagino— declara que él ha hecho lo posible... ¿Para qué? Pregunta uno, confuso hasta la insuficiencia. ¿Para seguir anulando lo que nos queda, tal vez? ¿O es que somos mal pensados y no sabemos interpretar por qué Valladolid no deja de crecer, mientras nosotros nos hundimos cada día un poco más? Y que conste que nada tengo en contra de los vallisoletanos o sus políticos, aparte de una sana envidia. Trabajan por su ciudad y tratan de conseguir para ella lo mejor, haciendo desaparecer incluso posibles competidores. Los nuestros —los políticos digo— andan obsesionados con su salto a Valladolid y no pueden ocuparse de León. Y a los leonesitos de a pie no parece importarnos mucho que nos ninguneen. Hemos olvidado —o puede que nunca lo hayamos conocido— nuestro pasado glorioso, que podría darnos de comer y aportarnos valor para defender lo nuestro. Ignoro si somos conscientes todos o sólo unos pocos de que León se muere y a nadie parece importarle.
Nos echan en cara nuestro número de pensionistas. Pero ¿quién se va a quedar aquí, con los sueldos que cobramos y los brillantes puestos de trabajo que podemos ofrecer? Los jóvenes han de buscarse la vida en lugares con más oportunidades, lo mismo que en su día hicieron esos jubilados, quienes, después de dejar su sudor y sus impuestos en provincias, no sé si más ricas o simplemente más reivindicativas, regresan para morir en la tierra que, a pesar de todo, aman porque saben muy bien que los hombres y no el terruño han sido los responsables de su obligado desarraigo.
León tenía multitud de recursos que poco a poco han ido desapareciendo. Ahora es su patrimonio histórico el que molesta; tapémoslo, por tanto. Se me ocurre que ya puestos a borrarnos del mapa y a restarnos importancia, podríamos, quizá, inventarnos un plan de reordenación del territorio, para reunir las tierras con características similares. ¿Qué mejor que conseguir que nuestra porción de Tierra de Campos se integre en las provincias que son, en sí mismas, Tierra de Campos? ¿Y nuestra montaña y sus riquezas potenciales? Tenemos demasiada. Una buena tajada le vendría bien a Palencia, por ejemplo. Y así. Esto, claro, es una fantasía nacida, como podrían apuntar algunos, de un doloroso resentimiento; una exageración que nunca se va a dar. ¿O sí?
Queremos vivir —no sólo en León, en toda España— del turismo, y por pura desidia u oscuros intereses que es preferible no tocar, nos permitimos el lujo de destruir las ruinas de una ciudad romana —y casi con total seguridad de dos; también Lancia con su carga legendaria de defensa astur— para unir dos barrios, como «la mejor solución de futuro», dicen. Me sorprende que aún no se haya propuesto la destrucción de nuestra maravillosa y única catedral, que nuestros antepasados construyeron sobre una tierra considerada sagrada desde siempre, puesto que corta el paso hacia la zona de San Pedro y el barrio de El Ejido. Por tanto, y para mayor comodidad de vecinos, arquitectos o ingenieros, lo más conveniente, en vez de buscar vías alternativas —que sí, que ya sé que se han buscado— sería derruir el monumento y construir varios carriles que facilitaran el tráfico, en lugar de obligar a circunvalar la ciudad, buscando entrada o salida a los susodichos enclaves. Sus restos podrían venderse a los americanos para aliviar la crisis o, como alguien propuso en su momento, emplearse en la construcción de hospitales.
Señores, si hemos conseguido ahogar todos los medios de producción o mantenimiento de nuestra castigada provincia y ahora pretendemos agarrarnos, como única tabla de salvación, al turismo, ofrezcamos a nuestros posibles visitantes algo más que el canal romano situado en el parque de El Cid, porque me temo que eso no es lo que esperan cuando ofertamos el circuito por una ciudad que presume —por decir algo— de fundación romana.
Pero en pequeñas, y desde luego insuficientes, excavaciones realizadas en el vicus Ad Legionem ya hemos encontrado media docena de piezas que «se han inventariado y están custodiadas en el Museo de León, con lo que la conservación no resulta ya prioritaria». Y lo decimos sin rubor, con el desparpajo del político que, por el hecho de serlo, se cree una especie de reencarnación de los denostados caciques, los cuales, mal que nos pese, siguen surgiendo como setas en otoño.
El delegado territorial de la Junta en León —sufriendo lo suyo, imagino— declara que él ha hecho lo posible... ¿Para qué? Pregunta uno, confuso hasta la insuficiencia. ¿Para seguir anulando lo que nos queda, tal vez? ¿O es que somos mal pensados y no sabemos interpretar por qué Valladolid no deja de crecer, mientras nosotros nos hundimos cada día un poco más? Y que conste que nada tengo en contra de los vallisoletanos o sus políticos, aparte de una sana envidia. Trabajan por su ciudad y tratan de conseguir para ella lo mejor, haciendo desaparecer incluso posibles competidores. Los nuestros —los políticos digo— andan obsesionados con su salto a Valladolid y no pueden ocuparse de León. Y a los leonesitos de a pie no parece importarnos mucho que nos ninguneen. Hemos olvidado —o puede que nunca lo hayamos conocido— nuestro pasado glorioso, que podría darnos de comer y aportarnos valor para defender lo nuestro. Ignoro si somos conscientes todos o sólo unos pocos de que León se muere y a nadie parece importarle.
Nos echan en cara nuestro número de pensionistas. Pero ¿quién se va a quedar aquí, con los sueldos que cobramos y los brillantes puestos de trabajo que podemos ofrecer? Los jóvenes han de buscarse la vida en lugares con más oportunidades, lo mismo que en su día hicieron esos jubilados, quienes, después de dejar su sudor y sus impuestos en provincias, no sé si más ricas o simplemente más reivindicativas, regresan para morir en la tierra que, a pesar de todo, aman porque saben muy bien que los hombres y no el terruño han sido los responsables de su obligado desarraigo.
León tenía multitud de recursos que poco a poco han ido desapareciendo. Ahora es su patrimonio histórico el que molesta; tapémoslo, por tanto. Se me ocurre que ya puestos a borrarnos del mapa y a restarnos importancia, podríamos, quizá, inventarnos un plan de reordenación del territorio, para reunir las tierras con características similares. ¿Qué mejor que conseguir que nuestra porción de Tierra de Campos se integre en las provincias que son, en sí mismas, Tierra de Campos? ¿Y nuestra montaña y sus riquezas potenciales? Tenemos demasiada. Una buena tajada le vendría bien a Palencia, por ejemplo. Y así. Esto, claro, es una fantasía nacida, como podrían apuntar algunos, de un doloroso resentimiento; una exageración que nunca se va a dar. ¿O sí?
lunes, 25 de julio de 2011
Juego de Tronos
Por Ara Antón, escritora leonesa
He dado este título al indignado comentario de hoy porque de reyes y reinos se trató en esta maltrecha tierra, en un pasado que la gran mayoría de los leoneses, tercos ellos, empeñados solamente en sobrevivir, ni siquiera recuerda. Y a los que lo hacemos, luchando a cada minuto por no olvidarlo ni permitir que se olvide, se nos tacha de nostálgicos, cuando no de cosas peores. Suelen acabar estos adjetivos en los temidos y denostados “ismos”, con los que pretenden cubrirnos del polvo con el que han tapado y siguen tapando, no sólo nuestro reino, ahora también nuestra paupérrima, abandonada y despoblada provincia. “Juego de taburetes” debería titularse ahora; estaría mucho más acorde con los personajillos y los objetivos que hoy los mueven.
Resulta que en nuestra reciente historia hubo un alcalde que, cuando supo que su desastrosa gestión daría los votos a sus oponentes, decidió fastidiarlos con un proyecto que él sabía que no podría realizar, pero que a algunos de los susodichos “nostálgicos” hasta consiguió hacernos saltar las lágrimas. Planificó levantar un monumento a nuestro querido Alfonso VI, “Imperator totius Hispaniae”, al que ya, siglos ha, la política de Castilla consiguió denostar lo suficiente para hacer que lo recordáramos únicamente por la falsa y esperpéntica escena de la Jura de Santa Gadea, en la que se supone que un arrivista, señor de un rebaño de cabras y un par de molinos, puso en cuestión a un rey, hijo de reyes.
Quizá mi debilidad por este monarca leonés me lleve a engrandecerlo, pero pienso que el interés por hacerlo desaparecer, no sólo bajo la antigua propaganda castellana, también en estos momentos en que muchos siguen empeñados en no recordarlo, me reafirma en las conclusiones a las que llegué en su momento, cuando estudié a fondo su figura. Fue grande y leonés, y eso hay que ocultarlo y olvidarlo, como se hizo en el pasado y como seguimos consintiendo que se haga en el presente.
No hay dinero, aseguran los nuevos regidores, para dilapidar en una estatua que recuerde al gran Alfonso VI, quien consiguió unificar el reino y llevar sus fronteras hasta el Tajo, desde donde quedaron fijadas para siempre. Justo eso es lo que esperaban los actuales derrotados cuando lo propusieron. Todos, por una u otra causa, están de acuerdo en no dar a León el valor que tiene. Claro que no son Castilla ni los castellanos, ni siquiera nuestros asalariados gobernantes, los culpables de la programada muerte de nuestras tierras; somos nosotros, los leoneses sin “ismos” de ninguna clase, los que llenos de abulia e incuria permitimos que nos hagan desaparecer, a pasitos cortos pero imparables, como a nuestro gran rey, Alfonso VI, al que sólo unos pocos recordamos
He dado este título al indignado comentario de hoy porque de reyes y reinos se trató en esta maltrecha tierra, en un pasado que la gran mayoría de los leoneses, tercos ellos, empeñados solamente en sobrevivir, ni siquiera recuerda. Y a los que lo hacemos, luchando a cada minuto por no olvidarlo ni permitir que se olvide, se nos tacha de nostálgicos, cuando no de cosas peores. Suelen acabar estos adjetivos en los temidos y denostados “ismos”, con los que pretenden cubrirnos del polvo con el que han tapado y siguen tapando, no sólo nuestro reino, ahora también nuestra paupérrima, abandonada y despoblada provincia. “Juego de taburetes” debería titularse ahora; estaría mucho más acorde con los personajillos y los objetivos que hoy los mueven.
Resulta que en nuestra reciente historia hubo un alcalde que, cuando supo que su desastrosa gestión daría los votos a sus oponentes, decidió fastidiarlos con un proyecto que él sabía que no podría realizar, pero que a algunos de los susodichos “nostálgicos” hasta consiguió hacernos saltar las lágrimas. Planificó levantar un monumento a nuestro querido Alfonso VI, “Imperator totius Hispaniae”, al que ya, siglos ha, la política de Castilla consiguió denostar lo suficiente para hacer que lo recordáramos únicamente por la falsa y esperpéntica escena de la Jura de Santa Gadea, en la que se supone que un arrivista, señor de un rebaño de cabras y un par de molinos, puso en cuestión a un rey, hijo de reyes.
Quizá mi debilidad por este monarca leonés me lleve a engrandecerlo, pero pienso que el interés por hacerlo desaparecer, no sólo bajo la antigua propaganda castellana, también en estos momentos en que muchos siguen empeñados en no recordarlo, me reafirma en las conclusiones a las que llegué en su momento, cuando estudié a fondo su figura. Fue grande y leonés, y eso hay que ocultarlo y olvidarlo, como se hizo en el pasado y como seguimos consintiendo que se haga en el presente.
No hay dinero, aseguran los nuevos regidores, para dilapidar en una estatua que recuerde al gran Alfonso VI, quien consiguió unificar el reino y llevar sus fronteras hasta el Tajo, desde donde quedaron fijadas para siempre. Justo eso es lo que esperaban los actuales derrotados cuando lo propusieron. Todos, por una u otra causa, están de acuerdo en no dar a León el valor que tiene. Claro que no son Castilla ni los castellanos, ni siquiera nuestros asalariados gobernantes, los culpables de la programada muerte de nuestras tierras; somos nosotros, los leoneses sin “ismos” de ninguna clase, los que llenos de abulia e incuria permitimos que nos hagan desaparecer, a pasitos cortos pero imparables, como a nuestro gran rey, Alfonso VI, al que sólo unos pocos recordamos
martes, 2 de noviembre de 2010
Uno por ciento: El precio de La Historia
Por Ara Antón
Estamos exultantes. La Diputación de León, con la “energía” que caracteriza a muchos de nuestros políticos, va a exigir –ellos han dicho solicitar, que es mucho más sumiso y obediente- el 1% cultural, ya que nuestra abandonada Lancia es Bien de Interés Cultural y la autovía León–Valladolid va a destrozar su cinturón industrial. En él ya se han encontrado hornos, granjas, viviendas de trabajadores y otros edificios. ¡Ah!, pero el hecho de que no hayan “aparecido zonas suntuarias ni mármoles que indiquen la existencia de villas” en el susodicho cinturón, nos ha dejado tranquilos porque, como dijo hace años un responsable de cultura de León, “¿a quién pueden interesar los reyes leoneses?” Pues eso, que como a nadie interesan los vestigios de nuestra querida Lancia, no vamos a “solicitar” que se desvíe la autovía o que, si esto no fuera viable, se eleve sobre un puente que permita respetar el yacimiento. Es preferible dinero. Una miseria económica que jamás conseguirá hacer de nuestra ciudad astur –perdón, romana- algo vendible, como La Olmeda o Petavonium. Que sí, que ya sé que es otra cosa. ¡Ni tanto que lo es! La primera es sólo una villa -preciosa por cierto-, y el segundo un campamento militar. La nuestra es una ciudad completa. En palabras de Floro: “Lancia, ciudad muy fuerte...”, y en las de Orosio: “...fugitivos de la batalla se refugiaron en Lancia... y el general Carisio logró que los suyos desistiesen del incendio... por dejar íntegra e incólume la ciudad como testigo de su victoria”. Pero, ¿a quién pueden interesar los reyes leoneses?
Estamos exultantes. La Diputación de León, con la “energía” que caracteriza a muchos de nuestros políticos, va a exigir –ellos han dicho solicitar, que es mucho más sumiso y obediente- el 1% cultural, ya que nuestra abandonada Lancia es Bien de Interés Cultural y la autovía León–Valladolid va a destrozar su cinturón industrial. En él ya se han encontrado hornos, granjas, viviendas de trabajadores y otros edificios. ¡Ah!, pero el hecho de que no hayan “aparecido zonas suntuarias ni mármoles que indiquen la existencia de villas” en el susodicho cinturón, nos ha dejado tranquilos porque, como dijo hace años un responsable de cultura de León, “¿a quién pueden interesar los reyes leoneses?” Pues eso, que como a nadie interesan los vestigios de nuestra querida Lancia, no vamos a “solicitar” que se desvíe la autovía o que, si esto no fuera viable, se eleve sobre un puente que permita respetar el yacimiento. Es preferible dinero. Una miseria económica que jamás conseguirá hacer de nuestra ciudad astur –perdón, romana- algo vendible, como La Olmeda o Petavonium. Que sí, que ya sé que es otra cosa. ¡Ni tanto que lo es! La primera es sólo una villa -preciosa por cierto-, y el segundo un campamento militar. La nuestra es una ciudad completa. En palabras de Floro: “Lancia, ciudad muy fuerte...”, y en las de Orosio: “...fugitivos de la batalla se refugiaron en Lancia... y el general Carisio logró que los suyos desistiesen del incendio... por dejar íntegra e incólume la ciudad como testigo de su victoria”. Pero, ¿a quién pueden interesar los reyes leoneses?
lunes, 20 de septiembre de 2010
Los fósiles leoneses
Por Ara Antón
Pero, qué nos pasa a los leoneses? Resulta que ahora –es un decir- acabamos de descubrir, gracias a un paleontólogo aficionado, que nuestra hermosa, rica y abandonada provincia, además, es “una mina de fósiles, algunos de hace 520 millones de años. Muchos de ellos únicos”.
José Vicente Casado sueña con exponer sus miles de fósiles en un museo especializado. ¿En León, tal vez? No pierdas el tiempo chico. Continúa ofreciendo tus tesoros a “Alemania, Austria, Japón, Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia”, ellos sabrán apreciarlos y ponerlos en valor. Aquí, en nuestra inculta y adocenada tierra, lo más que puedes conseguir es que “la Universidad de León y Ayuntamientos como los de Pola de Gordón y los Barrios de Luna...” intenten “frenar el expolio”, porque, al parecer hay gentes que sí aprecian y valoran nuestras postergadas y desatendidas riquezas y, al igual que tú, recogen de la tierra generosa lo que nadie quiere. Por si no se les hubiera ocurrido a nuestras insignes autoridades -guardianas, que no aptas para desarrollar el territorio a ellas encomendado- les sugiero cercar los montes, laderas y valles de la provincia para evitar los ladrones; siempre les resultará más barato y, sobre todo, menos cansado, que ponerse a buscar y construir un espacio para museo, contratar personal, hacer trabajo de campo y, total ¿para qué?, porque, retomando la gloriosa frase, que no puedo evitar que me produzca ardor de estómago y por eso necesito vomitarla a menudo, ¿a quién pueden interesar los Reyes Leoneses?
Pero, qué nos pasa a los leoneses? Resulta que ahora –es un decir- acabamos de descubrir, gracias a un paleontólogo aficionado, que nuestra hermosa, rica y abandonada provincia, además, es “una mina de fósiles, algunos de hace 520 millones de años. Muchos de ellos únicos”.
José Vicente Casado sueña con exponer sus miles de fósiles en un museo especializado. ¿En León, tal vez? No pierdas el tiempo chico. Continúa ofreciendo tus tesoros a “Alemania, Austria, Japón, Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia”, ellos sabrán apreciarlos y ponerlos en valor. Aquí, en nuestra inculta y adocenada tierra, lo más que puedes conseguir es que “la Universidad de León y Ayuntamientos como los de Pola de Gordón y los Barrios de Luna...” intenten “frenar el expolio”, porque, al parecer hay gentes que sí aprecian y valoran nuestras postergadas y desatendidas riquezas y, al igual que tú, recogen de la tierra generosa lo que nadie quiere. Por si no se les hubiera ocurrido a nuestras insignes autoridades -guardianas, que no aptas para desarrollar el territorio a ellas encomendado- les sugiero cercar los montes, laderas y valles de la provincia para evitar los ladrones; siempre les resultará más barato y, sobre todo, menos cansado, que ponerse a buscar y construir un espacio para museo, contratar personal, hacer trabajo de campo y, total ¿para qué?, porque, retomando la gloriosa frase, que no puedo evitar que me produzca ardor de estómago y por eso necesito vomitarla a menudo, ¿a quién pueden interesar los Reyes Leoneses?
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Salvemos Lancia
Por Ara Antón
Hace unos días, leía con una cierta tristeza que la plataforma para la defensa de las amenazadas ruinas de nuestra olvidada ciudad de Lancia había conseguido “más de cinco mil firmas”. ¿Cuántas más? ¿Quince? ¿Cien?
Parafraseando al poeta: Aquellos fieros astures ¿qué se hicieron? Es imposible que su sangre valiente, decidida, comprometida con lo suyo, ansiosa de libertades, corra por nuestras venas.
“...los cántabros y los astures, dos pueblos muy poderosos de Hispania...” (Orosio).
“...corre a la muerte voluntaria por temor a la esclavitud......se mataron casi todos por el fuego, la espada o el veneno...” (Orosio).
“Lancia, ciudad muy fuerte, acogió al dispersado ejército..... Carisio consiguió que se la perdonase para que, siguiendo en pie, fuese monumento de la victoria romana...” (Floro).
Los leoneses (astures), que resistieron con ferocidad a Roma, haciendo que el propio Octavio Augusto hubiera de desplazarse hasta nuestras tierras para coordinar la conquista, parecieron renacer en los Picos de Europa, unidos a los asturianos –pueblos hermanos desde siempre- para empujar hasta el estrecho al nuevo invasor –omito su nombre por no ser políticamente correcto-. Poco a poco, con tesón, decididos a recuperar lo suyo, fueron tomando las tierras que les habían arrebatado. ¡Ya! ¡Ya lo sé! De la Reconquista no debe hablarse, como tampoco de la gesta del descubrimiento de América, porque ningún conquistador a lo largo de la historia causó bajas en las batallas. Sólo España y los españoles fuimos “malos” y como estamos tan arrepentidos de nuestros hechos –que en lo único que se diferencian de los de los demás países es en que, además de conquistar, nos mezclamos con ellos- los disfrazamos y pedimos perdón, cosa que no estaría mal si todos los invasores, o descubridores, o conquistadores que en el mundo han sido lo hicieran. Probablemente, si nos hubiéramos mantenido lejanos e inalcanzables –ingleses, franceses...- seríamos más respetados o, tal vez, nos respetaríamos más a nosotros mismos y dejaríamos de bajar la cabeza y esconder nuestras virtudes, que, aun cargados de defectos como todo ser humano, tuvimos y deseo creer que aún tenemos.
Los feroces astures, los valientes y tenaces reyes cristianos, los intrépidos y sufridos conquistadores ¿qué se hicieron?
Ahora sólo nos piden una firma ¿Tanto nos arriesgaríamos si tomásemos el bolígrafo? Es lo nuestro lo que está en juego. Es el legado de nuestros antepasados y, quizás, el futuro de nuestros hijos. Salvemos Lancia, a pesar de la opinión ¿incomprensible? de los regidores de su entorno.
Hace unos días, leía con una cierta tristeza que la plataforma para la defensa de las amenazadas ruinas de nuestra olvidada ciudad de Lancia había conseguido “más de cinco mil firmas”. ¿Cuántas más? ¿Quince? ¿Cien?
Parafraseando al poeta: Aquellos fieros astures ¿qué se hicieron? Es imposible que su sangre valiente, decidida, comprometida con lo suyo, ansiosa de libertades, corra por nuestras venas.
“...los cántabros y los astures, dos pueblos muy poderosos de Hispania...” (Orosio).
“...corre a la muerte voluntaria por temor a la esclavitud......se mataron casi todos por el fuego, la espada o el veneno...” (Orosio).
“Lancia, ciudad muy fuerte, acogió al dispersado ejército..... Carisio consiguió que se la perdonase para que, siguiendo en pie, fuese monumento de la victoria romana...” (Floro).
Los leoneses (astures), que resistieron con ferocidad a Roma, haciendo que el propio Octavio Augusto hubiera de desplazarse hasta nuestras tierras para coordinar la conquista, parecieron renacer en los Picos de Europa, unidos a los asturianos –pueblos hermanos desde siempre- para empujar hasta el estrecho al nuevo invasor –omito su nombre por no ser políticamente correcto-. Poco a poco, con tesón, decididos a recuperar lo suyo, fueron tomando las tierras que les habían arrebatado. ¡Ya! ¡Ya lo sé! De la Reconquista no debe hablarse, como tampoco de la gesta del descubrimiento de América, porque ningún conquistador a lo largo de la historia causó bajas en las batallas. Sólo España y los españoles fuimos “malos” y como estamos tan arrepentidos de nuestros hechos –que en lo único que se diferencian de los de los demás países es en que, además de conquistar, nos mezclamos con ellos- los disfrazamos y pedimos perdón, cosa que no estaría mal si todos los invasores, o descubridores, o conquistadores que en el mundo han sido lo hicieran. Probablemente, si nos hubiéramos mantenido lejanos e inalcanzables –ingleses, franceses...- seríamos más respetados o, tal vez, nos respetaríamos más a nosotros mismos y dejaríamos de bajar la cabeza y esconder nuestras virtudes, que, aun cargados de defectos como todo ser humano, tuvimos y deseo creer que aún tenemos.
Los feroces astures, los valientes y tenaces reyes cristianos, los intrépidos y sufridos conquistadores ¿qué se hicieron?
Ahora sólo nos piden una firma ¿Tanto nos arriesgaríamos si tomásemos el bolígrafo? Es lo nuestro lo que está en juego. Es el legado de nuestros antepasados y, quizás, el futuro de nuestros hijos. Salvemos Lancia, a pesar de la opinión ¿incomprensible? de los regidores de su entorno.
lunes, 7 de septiembre de 2009
La línea Sama-Velilla y los reinos de taifas
Por Ara Antón, escritora
No quiero incidir en el impacto ambiental que este desgraciado asunto de la línea de alta tensión provocará en el hábitat de nuestras ya más que castigadas tierras leonesas. Y no lo voy a hacer porque es obvio y porque, además, a muchos leoneses les tiene sin cuidado.
Cuando contemplo el abandono de las zonas rurales, siempre recuerdo con tristeza y con una cierta rabia el comentario de un político leonés con el que compartí mesa como jurado de un premio literario: “De los pueblos hay que olvidarse. Yo tengo una casa en uno y voy de vez en cuando, pero no se me ocurriría vivir allí.” Parecía ignorar –y yo no me molesté en aclarárselo- que para que un pueblo funcione, han de vivir en él personas que se encarguen de mantenerlo. Pero ¡en fin! Los dioses están muy por encima de esas y otras pequeñeces.
Nuestra provincia es una de las de mayor capacidad de producción eléctrica de España; parte generada por el agua de los pantanos que nos inundan y parte por centrales térmicas, como las de Compostilla o La Robla. Sólo estas últimas aportan una pequeña riqueza para León en forma de puestos de trabajo; las otras, ni siquiera eso.
Si mis datos son correctos, las concesionarias de estas centrales son empresas con sede social en Madrid, aunque Unión Fenosa parece estar en trámites de unión con Gas Natural y sede en Cataluña.
Y ahora viene el análisis del que no se habla –nunca he entendido el porqué- y del que parece que nadie, o muy pocos, nos damos cuenta: Toda la facturación de esas empresas se contabiliza en el lugar donde se encuentran sus sedes sociales; allí se pagan impuestos y se recauda el IVA, el cual condiciona que reciban más o menos dinero, en base a la nueva Ley de Financiación Autonómica. León –en este caso Castilla y León- no recibirá nada de esta producción, porque contablemente no produce nada.
Y además, para dar salida a la generación eléctrica –presente y futura- de Asturias, quieren atravesar nuestros montes con la línea Sama-Velilla, que, como en los casos anteriormente citados, apenas nos reportará beneficios; sólo un único pago por ocupación de terrenos, con el que taparán la boca a algunos alcaldes, miopes de tiempo y espacio, y que, en ningún caso, debería poder comprar unas tierras que quedarán inservibles para las generaciones venideras.
Es decir que, además de nuestros múltiples valles inundados y nuestros aires contaminados, tendremos también montes ocupados por monstruos metálicos, sin ninguna compensación capaz de generar riqueza y fijar una población cada vez más disminuida.
¿Será posible que todos los leoneses nos hayamos olvidado de los tiempos en los que recibíamos parias de los reinos de taifas? Hoy, era de los nuevos reinos de taifas –léase autonomías- no sólo nadie nos aporta riqueza, sino que nos la llevan sin dejarnos nada a cambio.
¡Ah! Pero la solidaridad, la nobleza, la generosidad, el talante... Paños calientes para ocultar intereses políticos y machacar a un pueblo, que parece haber perdido la dignidad, puesto que no es capaz de defender la propiedad más básica e importante del ser humano: la tierra que lo sustenta.
No quiero incidir en el impacto ambiental que este desgraciado asunto de la línea de alta tensión provocará en el hábitat de nuestras ya más que castigadas tierras leonesas. Y no lo voy a hacer porque es obvio y porque, además, a muchos leoneses les tiene sin cuidado.
Cuando contemplo el abandono de las zonas rurales, siempre recuerdo con tristeza y con una cierta rabia el comentario de un político leonés con el que compartí mesa como jurado de un premio literario: “De los pueblos hay que olvidarse. Yo tengo una casa en uno y voy de vez en cuando, pero no se me ocurriría vivir allí.” Parecía ignorar –y yo no me molesté en aclarárselo- que para que un pueblo funcione, han de vivir en él personas que se encarguen de mantenerlo. Pero ¡en fin! Los dioses están muy por encima de esas y otras pequeñeces.
Nuestra provincia es una de las de mayor capacidad de producción eléctrica de España; parte generada por el agua de los pantanos que nos inundan y parte por centrales térmicas, como las de Compostilla o La Robla. Sólo estas últimas aportan una pequeña riqueza para León en forma de puestos de trabajo; las otras, ni siquiera eso.
Si mis datos son correctos, las concesionarias de estas centrales son empresas con sede social en Madrid, aunque Unión Fenosa parece estar en trámites de unión con Gas Natural y sede en Cataluña.
Y ahora viene el análisis del que no se habla –nunca he entendido el porqué- y del que parece que nadie, o muy pocos, nos damos cuenta: Toda la facturación de esas empresas se contabiliza en el lugar donde se encuentran sus sedes sociales; allí se pagan impuestos y se recauda el IVA, el cual condiciona que reciban más o menos dinero, en base a la nueva Ley de Financiación Autonómica. León –en este caso Castilla y León- no recibirá nada de esta producción, porque contablemente no produce nada.
Y además, para dar salida a la generación eléctrica –presente y futura- de Asturias, quieren atravesar nuestros montes con la línea Sama-Velilla, que, como en los casos anteriormente citados, apenas nos reportará beneficios; sólo un único pago por ocupación de terrenos, con el que taparán la boca a algunos alcaldes, miopes de tiempo y espacio, y que, en ningún caso, debería poder comprar unas tierras que quedarán inservibles para las generaciones venideras.
Es decir que, además de nuestros múltiples valles inundados y nuestros aires contaminados, tendremos también montes ocupados por monstruos metálicos, sin ninguna compensación capaz de generar riqueza y fijar una población cada vez más disminuida.
¿Será posible que todos los leoneses nos hayamos olvidado de los tiempos en los que recibíamos parias de los reinos de taifas? Hoy, era de los nuevos reinos de taifas –léase autonomías- no sólo nadie nos aporta riqueza, sino que nos la llevan sin dejarnos nada a cambio.
¡Ah! Pero la solidaridad, la nobleza, la generosidad, el talante... Paños calientes para ocultar intereses políticos y machacar a un pueblo, que parece haber perdido la dignidad, puesto que no es capaz de defender la propiedad más básica e importante del ser humano: la tierra que lo sustenta.
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