Por Enrique López Manzano.
Con un paro que ronda el veinte por ciento de la población activa, y ante la necesidad de reducir gastos frente a la crisis, el Gobierno se prepara a dar un nuevo tijeretazo a los derechos laborales de los parados, sin duda uno de los eslabones más débiles en la cadena social y que cada día que pasa cuenta con menor protección.
¿Quien recuerda ya los tiempos, hace tres décadas, en el que los parados tenían derecho a un paro idéntico al del tiempo trabajado anteriormente? Después, un día surgió un ministro llamado Solchaga, socialista para más inri, que desbarató de un plumazo el amplio sistema de protección del que gozaban los desempleados. Un sistema que tampoco era motivo de grandes preocupaciones, abusos o denuncias.
Vinieron luego más recortes. Los periodos de trabajo cotizados dejaron de ser acumulables y el pobre desgraciado que se veía de nuevo en la obligación de patear la calle se enfrentó a la angustiosa disyuntiva de elegir entre el cobro de un paro correspondiente al último periodo cotizado, o el correspondiente a algún otro anterior y aún no disfrutado, pero en ningún caso compatibles. Perdía de este modo, automáticamente, parte de los derechos por los que había cotizado y que le corresponden.
Actualmente, y por lo que yo sepa de ello, el máximo de tiempo ofrecido a un parado para cobrar el paro alcanza los dos años, que corresponderían a seis o más años de trabajo. Y de estos no se crean que se cobra el cien por cien de su base reguladora, sino que el parado percibe un 70 por ciento durante los seis primeros meses y el 60 por ciento de esa base hasta el final de la prestación.
Pues bien, el Gobierno – al que no le cuadran los números - está estudiando la posibilidad de dar a medio plazo un nuevo tijeretazo a las prestaciones por desempleo. La idea sería de reducir los porcentajes anteriormente citados, que bajarían hasta un 60 por ciento en la primera fase y al 50 por ciento para el resto del periodo. Aunque hay más, pues también se baraja la posibilidad de que el Gobierno reduzca los días que se tiene derecho a la prestación por desempleo. Y, desde luego, no tardarán en exigir un mínimo de veinte años de cotizaciones para tener derecho a una jubilación, por pequeña que sea, cuando no hace demasiados años bastaba con doce todavía.
Otra posibilidad que observa el Gobierno para ahorrar dinero a costa de los parados sería establecer una serie de restricciones, de las que ya se ha hablado estos días, que impedirían a más de 70.000 actuales desempleados el acceso a la ayuda de 426 euros cuando agoten sus prestaciones.
¡Y qué decir de los mayores de 52 años, obligados a vivir con esa escasa cantidad de dinero mensual y sin ninguna oportunidad laboral en el mercado laboral! Algunos de ellos con cargas familiares que no son contempladas, en modo alguno, por la Administración. De este modo, cobra lo mismo un hombre que viva sólo que un padre de familia obligado a mantener a uno o varios hijos.
Duros tiempos para los trabajadores y más aún para los desempleados, que en su nueva situación son incapaces de organizarse socialmente para exigir que se respeten sus derechos laborales, pasablemente desatendidos por unos sindicatos poco combativos y en los que ya pocos confían.
Son millones los euros entregados a banqueros por el Gobierno para facilitar el relanzamiento de la economía. Y estos de lo único que se han preocupado es de estrangular al partido en el poder, negando el crédito a las empresas y a los particulares, con la esperanza de un cambio político que les procure aún mayores beneficios.
Así pues, nuevamente nos encontramos ante la paradoja de un Gobierno elegido para atender a ‘los más desfavorecidos’ y que, en cambio, pretende añadir un nuevo varapalo a los trabajadores sin empleo, a añadir a los anteriores aquí públicamente denunciados.
Poco se escucha en cambio de reducir los salarios y prebendas de tantos y cuantos políticos, de técnicos y asesores de no se sabe qué, o de limitar su nombre de los funcionarios en un país sobrepasado por la enorme cantidad de estos servidores públicos, que superan en porcentaje a los de cualquier otro país vecino. O, simplemente, de aumentar los impuestos a quienes más ganan y mejor viven, para poder reducir los de los más necesitados.
Y lo peor del caso es que no se ven alternativas viables. La izquierda renovadora aún carece de una credibilidad suficiente para que el electorado se plantee en confianza la posibilidad de entregarle su voto. Y los grupos ecologistas no acaban de conseguir una cohesión suficiente que permita un giro social radical hacia una economía basada en el respeto al ser humano y la naturaleza.
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