miércoles, 2 de marzo de 2016

Provincias y diputaciones: ni recientes ni prescindibles

Por Francisco Carantoña Álvarez, Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de León y Codirector y Autor de la Historia de la Diputación de León (publicado en Diário de León el 29.02.2016, http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/provincias-diputaciones-recientes-prescindibles_1049833.html)

La Constitución de 1978 dispuso, en su artículo 137, que «el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan». Entonces no existían las últimas, que, como en la de 1931, se configurarían por la decisión de las provincias que voluntariamente quisieran formarlas. Que las nuevas comunidades surgiesen de la agrupación de provincias no amenazaba las fronteras históricas de las regiones o nacionalidades porque las Cortes, en 1822, y Javier de Burgos, en 1833, habían establecido una división provincial que las respetaba.

Algunas provincias, que podían considerarse regiones históricas —Asturias, Navarra, Murcia—, se convirtieron en comunidades uniprovinciales, otras —Santander y Logroño—, lo lograron también. En todas ellas, las diputaciones serían sustituidas por las nuevas instituciones autonómicas. En el resto, salvo en Canarias, permanecieron las corporaciones provinciales.

Fue en Cataluña donde primero se cuestionó, en 1980, su existencia, pero la crisis económica, el debate sobre la ley electoral y la consolidación del sistema autonómico han contribuido a que varios partidos propongan ahora su desaparición en toda España. Lo sorprendente es que la iniciativa, que parecería destinada a fortalecer la federalización del Estado, encierra un carácter tan uniformizador como las reformas de la época de la Constitución de Cádiz, habitualmente tachadas de jacobinas. La supresión de provincias y diputaciones en todo el país atentaría contra la división territorial histórica de León, Castilla la Vieja y Castilla-La Mancha, incluso de Andalucía, y supondría una regresión democrática, además de plantear serios problemas a los pequeños ayuntamientos.

La monarquía hispánica se configuró con la agregación de territorios que tenían su historia y sus instituciones. En el siglo XVIII el término provincia servía para denominar tanto a los antiguos reinos, principados o señoríos, que normalmente coincidían con las capitanías generales y las audiencias o chancillerías, como a circunscripciones administrativas, sobre todo militares y fiscales, que existían desde la época medieval en la corona de Castilla. Los reinos de la corona de Aragón, que habían perdido sus instituciones tradicionales con la guerra de sucesión, solo estaban divididos en partidos y corregimientos.

Para los liberales la administración territorial era una cuestión de primer orden, no solo porque fueran en buena medida herederos del reformismo ilustrado y la supresión del régimen señorial lo hiciera inevitable, es que las administraciones local y provincial son las más próximas al ciudadano, las que puede conocer y controlar mejor, también las que gestionan muchas de las cosas que más afectan a su vida cotidiana y su racionalización y democratización eran indispensables para asentar el nuevo sistema.

Cuando las Cortes de Cádiz se planteen la organización periférica del Estado procederán a una labor de uniformización y racionalización, que se tradujo en la creación de órganos de gobierno electivos en municipios y provincias, aunque fuertemente dependientes de la administración central.

Se trataba de un sistema centralista, pero que también incluía, por primera vez en la historia de España, instituciones representativas locales y provinciales, las diputaciones, para toda la monarquía.

Así, la Constitución de 1812, aunque pueda parecer contradictorio, realizó una ambiciosa reforma descentralizadora y su sistema de administración territorial se convirtió en bandera de progresistas y demócratas frente al centralismo conservador hasta la reforma democrática de 1870.

Cuando, en 1821, se debata la división provincial, existirá casi total unanimidad en torno a ella, desde Cataluña solo se pidió que las nuevas provincias respetasen las fronteras del principado, como así sucedió. Javier de Burgos modificaría ligeramente el mapa establecido por los liberales, pero mantendría ese criterio.

Las diputaciones cumplieron dos siglos en 2013, las actuales provincias están cerca de su bicentenario, pero las de León, las dos Castillas y Andalucía remontan su origen a la Edad Media, aunque sus límites hayan cambiado con el paso del tiempo. Ni son recientes ni fruto de la decisión arbitraria de un ministro, pero ¿siguen siendo útiles?

En comunidades con una población dispersa en localidades de pequeño tamaño desempeñan una labor imprescindible para dotar de servicios a los ciudadanos, pero hay otra razón de peso que las convierte en necesarias: parece poco razonable que en Castilla y León, 94 226 km2, mayor que muchos estados europeos, no exista una institución intermedia entre la comunidad y los ayuntamientos.

Dejar las funciones de la administración provincial exclusivamente en manos de cargos de designación gubernativa recordaría peligrosamente al absolutismo centralista anterior a 1812.

No todas las comunidades son iguales. En Cataluña eran tradicionales las veguerías, de menor tamaño que las actuales provincias; en otras, de menor extensión que la nuestra, pueden sustituirse por comarcas con instituciones distintas, pero en Castilla y León son los territorios históricos. No se olvide tampoco que las provincias, es el caso de León, perderían la institución que las representa y eso supondría a medio plazo la destrucción de su identidad. ¿Por qué tiene que aplicarse una reforma uniforme para toda España? ¿No sería mejor que cada comunidad autónoma organizase su territorio de acuerdo con su historia y sus necesidades?

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