Por Jesús Liz Guiral, Profesor de arqueología de la Universidad de Salamanca
Quizá, para ser exactos, deberíamos admitir que tenemos varios problemas:
a/ Un yacimiento que preservar.
b/ Una autovía que construir y
c/ Unos representantes políticos que reconducir para que cumplan con las obligaciones para las que los elegimos, esto es, para solucionar los problemas (que a menudo ellos mismos crean actuando de forma autista e irreflexiva) y no los utilicen para tirarse los trastos a la cabeza unos a otros, en vez de ponerse de acuerdo para arreglarlos. Un espectáculo tan poco edificante como repugnante.
Ya sé..., ya sé que las elecciones se ganan aprovechando las oportunidades que te brindan los sucesos recientes ya que la memoria de los hombres es escasa y la capacidad de sufrimiento francamente reducida. Leía el otro día algo que me hizo reflexionar: casi todos recordamos la frase de Churchill cuando sólo prometió a los ingleses “sangre, sudor y lágrimas”, pero casi nadie se acuerda de que, a continuación, perdió las elecciones. Se ve que a los ingleses de la época, a los que tan bien se les daba escribir la Historia, las frases históricas rimbombantes les conmovían poco y las promesas de sufrimiento no les hacían muy felices. La honestidad se paga –me dije a mí mismo- y me parece a mí que muchos políticos se hacen esta misma reflexión y acaban preguntándose aquello de “¿y merece la pena?”, para acabar contestándose a si mismos: “¡no, es una pena, pero no!”.
Pero resulta que existe una paradoja histórica, pero poco tenida en cuenta por quienes nos rigen, a saber: que a los ciudadanos, considerados en su conjunto y no de uno en uno, nos da igual quien gane las elecciones. Los cambios de tendencias políticas parlamentarias sólo se explican por el cambio de opinión de los ciudadanos; no hay gobierno que cien años dure, ni habría ciudadanía que lo resistiera. Si se supone que votamos por la gestión, el programa y la ideología, alguien que vote a sabiendas de que la ideología es que “ser honesto no merece la pena”, debería ser un ciudadano de segunda, ya que mantiene opiniones tan poco respetables y tan manifiestamente anticonstitucionales. El resto, la mayoría, preferimos la honestidad y la honradez (que no..., que no son lo mismo) y lo que queremos es que los problemas se solucionen. Por ejemplo: que el patrimonio de todos no sea dilapidado por decisiones caprichosas y posibilistas basadas en la ignorancia de unos y en la dejadez de otros; que cuando nos desplacemos en automóvil lo hagamos de la manera más cómoda y segura y no jugándonos el tipo –habría que pedir responsabilidades por cada muerto o herido que se produzca de aquí a la conclusión de la obra, porque Lancia es importante, pero las personas más- por una carretera tercermundista que hasta tiene puentes estrechos y en curva que desembocan en un cruce peligroso y que, en los últimos años, a raíz de las obras de una autovía que recuerdan la famosa película de Fernán Gómez “El viaje a ninguna parte”, está llena de desvíos, salidas de camiones, señalización horizontal de distintos colores y cambiante y, en general, más trampas que una película de chinos. Vaya por Dios, ya me salió otra vez el símil cinematográfico. Y es que esta situación se asemeja a una película de miedo de las malas, de esas en las que no sabes si reír, llorar o levantarte de la butaca y que les den tila al director, al productor y al guionista, por no hablar de unos actores lamentables que no se creen su papel y que sobreactúan nada más que ven encenderse el piloto rojo de la cámara, como esos políticos en campaña a los que avisan cuando están dando un mitin y entran en el Telediario y que cambian el discurso de repente, impostando la voz y dejando el tono despreocupado mitinero de quien habla para convencidos y familiares, para regurgitar las consignas pactadas por su gabinete electoral. Una pena.
Bueno, pues tenemos un problema, o varios, o muchos problemas. Digo yo: ¿y si en vez de hacer que el problema se agigante, si en vez de poner palos en la rueda para ver qué daño le podemos hacer al adversario, si en vez de actuar como niños malcriados y maleducados, si en vez de pensar siempre en las elecciones y de buscar culpables de humanas acciones equivocadas que se repiten desde que el mundo es mundo, nos sentamos a una mesa y tratamos de solucionarlo?
Los ciudadanos lo agradecerían, luego votarían lo que les diera la gana, pero sin perder el respeto a los políticos y, al final, todo el mundo saldría ganando. ¿Quién dijo aquello de que con las cosas de comer no se juega y que, los experimentos, con gaseosa? No sé, pero tenía razón.
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